mayo 04, 2011

La frialdad de la banca.


Medio tiempo. Los tipos de Patiobonito f.c. salen corriendo a reunirse con sus novias al otro lado de la cancha, uno se fuma un cigarrillo porque está ahogado desde el minuto 30. No parece sonreírme la suerte. Tenemos que sentarnos al lado de la cancha, donde está lleno de barro; en las gradas está la novia del zurdo Soriano, dijo que pasaba a vernos porque estaba esperando que abrieran el banco y tenía tiempo de sobra para perder. Nadie más está ahí para alentarnos. El zurdo se va a las gradas y nosotros nos quedamos sentados, callados. Nadie habla del autogol. Soy ese tipo de zaguero centro que no cabecea en los tiros de esquina. El clásico defensa del que dicen es “aplicado”, pero nunca protagonista. Hoy justo cuando se me da por cabecear, la meto en la malla propia. Primera cabeza en mi vida y primer gol; o mejor, autogol. El cabezón Pulido me da dos golpecitos en la espalda y me mira con lástima. Cuando el zurdo vuelve a la cancha le dice a Herrera que caliente, que se viene un cambio. Es el capitán, nada puedo hacer. Tachan mi nombre en la planilla y lo remplazan por el de Gómez, él sí sabe cabecear y tiene un misil en la pierna diestra. Me mandan a las gradas cuando el árbitro regresa a los quince minutos. Me siento al lado de la novia de Soriano, hoy tiene puesta esa camisa roja que se le ve tan bien. Le sonrío como pidiendo disculpas por el gol. Miro a los jugadores de Patiobonito: antes de salir a la cancha besan a sus novias, se ve por las señas que prometen dedicarles un gol. Cómo me hubiera gustado poder dedicarle un gol a alguien, así fuera el autogol. Mirar a las gradas, buscar a la novia de Soriano y con las manos hacer una forma de corazón. Quiero hablarle, decirle lo bien que se le ve el rojo, lo linda que se ve hoy; pero cuando tomo fuerzas, un grito me interrumpe. Desde la cancha veo a Soriano que corre feliz, hacia donde yo estoy; señala a mi lado y, con sus manos, se golpea el pecho. Ella sonríe y me dice que debe salir, los bancos ya debieron abrir y no le queda tiempo que perder. Antes de salir, se despide desde lejos de Soriano. Al minuto 67 Herrera mete un gol de cabeza y el partido termina 2 – 1. Ganamos pero, en el fondo, siento envidia de esa derrota triunfal que explota con cada beso que observo al otro lado de la cancha.

octubre 19, 2010

Frío húmedo


Despertó esa noche. Sintió en el aire el calor seco y el olor del sudor propio. Su piel era resbalosa a causa de la emanación constante del agua que insistía en la evacuación. Como en un acto reflejo, metió sus manos bajo la camisa y pasó su palma para limpiarse un poco. Algunas manchas en la tela delataban el calor instantáneo y persistente que lo hicieron abrir los ojos.
Se acercó a la ventana y pudo ver cómo una nube de bruma cubría los pisos altos de los edificios. Afuera hacía frío, una llovizna lenta caía sobre la cancha que, vacía de gritos, reflejaba las luces de los postes. Nada parecía explicar ese aire enrarecido de la habitación, el calor girando de pared a pared que, seguro, mantenía ese microclima que empañaba el vidrio. Buscó un cigarrillo para comprobar cómo el humo no buscaba salidas, sino que se obstinaba en chocar contra las esquinas para regresar con más fuerza y velar la visión de las cosas que tenía. Asaltó con cansancio los bolsillos de su pantalón y con ansiedad los de su chaqueta. Nada para fumar. Una cajetilla vacía y dos billetes arrugados lo abatieron. No tuvo ánimo suficiente para intentar una exploración completa de la habitación. Se quedó sentado en el doblez de las cobijas con su ropa mojada y los dedos intranquilos. Dos minutos de silencio le permitieron escuchar un zumbido estrecho. Una luz roja parpadeaba. El sonido monótono del computador aumentó a medida que el ruido exterior se apagaba. Por momentos se hizo insoportable.
Ya no sólo era el aire el que tenía esa manía centrípeta: el sonido y los recuerdos eran atraídos hacia ese centro que era él. Ninguna fuerza exterior mantenía la tensión de la noche, todo se abalanzaba con fuerza golpeándolo, gastándolo. Se movió un par de veces. Caminó hacia el lugar donde estaban sus discos, prendió y apagó la luz de la lámpara que iluminaba el experimento de la plantita en algodón; pero inevitablemente volvió a su cama. El centro seguía siendo él. La alfombra se tragaba el sonido de sus pisadas, los discos se rehusaban a salir de sus cajas. Por más que se moviera, sentía con precisión los golpes de los recuerdos, como si las gotas de sudor entraran a su cuerpo por los poros en lugar de salir. El aire húmedo destruía a intervalos regulares su cuerpo, convirtiéndolo en un trozo de carne a punto de podrirse. Cansado de la lucha perdida contra una historia que lo aplastaba, decidió salir.
Un pantalón grueso sobre su pijama y una chaqueta que tapara el sudor. Recordó el viejo que vendía cigarrillos a los taxistas que buscaban conversación en la madrugada, excusa perfecta para evadirse. Bastó que pusiera un pie fuera de su cuarto para que el aire se enfriara y los sonidos volvieran. Los zapatos chillaban al tocar el piso, la madera gritaba presionada bajo el peso. Esperaba un momento a cada paso que daba, como si la inmovilidad opacara el estruendo. No quería despertar a sus padres. Es ridículo, pensó. Aún vivía con sus padres, pero ya no podía correr a su cama para decirles que el aire lo ahogaba o que el silencio era ensordecedor. Demasiado viejo para eso, pero era cierto. Nunca logró esconder los miedos de la infancia y ahora llegaban con más fuerza: estaban instalados desde hacía mucho y no querían incomodarse en su nicho.
Mantuvo la perilla de la puerta girada para no duplicar al oxido delator. Salió de casa manteniendo la respiración. Una vez afuera, vació sus pulmones y el aire se transformó en un vaho que trepó por la pared hasta disolverse en el cielo de la noche. Caminó hacia la cancha para encontrar al viejo de los cigarrillos. Cuando cruzaba las líneas amarillas que marcaban el centro, se pensó a sí mismo viéndose desde la ventana. Resistió la tentación de volver la mirada y buscar la luz encendida. En medio del reflejo de las luces, un viento frío lo empujó hacia atrás. Se apuntó bien y evitó dar un paso atrás. El silencio volvió. Cada vez más denso, cortaba el vaho que salía de su boca. Metió las manos a los bolsillos de su chaqueta. Al fondo, un cigarrillo se arqueaba hasta casi romperse. Con tres dedos lo puso de nuevo recto y lo encendió. Ya no necesitaba al viejo, pero estaba ahí: en medio de la cancha mojada, con las luces reflejantes en el piso, con la ventana espiando su espalda. Enfocó su mirada en el horizonte y vio una señal de tránsito. Una flecha que se doblaba hacia la derecha lo invitaba a moverse. Una nueva ráfaga helada lo empujó. Esta vez costó más no dar el paso atrás. Lo único que lo mantuvo quieto fue la imagen de la flecha, la invitación aceptada.
Caminó hasta la señal seguro de que encontraría una nueva flecha que lo instigaría a seguir, a transitar, a deambular. A mitad de camino recordó el computador encendido, el ventilador trabajando, la luz intermitente. Sintió deseos de volver, de imaginarse en la cancha desde la ventana. Reconstruirse desde su casa como si fuera un fantasma. Apagar el sonido de la máquina y ser de nuevo el centro. La ráfaga volvió. Gritó contra el viento, inclinó su cuerpo y caminó seguro hasta la señal. Se imaginó en la ventana: un fantasma sentado sobre el doblez de la cama. No volvió la vista. Llegó hasta la señal y observó tres nuevas invitaciones. Una en cada esquina. Decidió. Supo que no volvería. Un temblor helado le recorrió la espalda. Sintió en el aire el frío seco y el olor del sudor propio. Como en un acto reflejo, metió sus manos bajo la camisa y pasó su palma para limpiarse un poco. Esa noche, despertó.

septiembre 21, 2010

Muñeca, palma, falange


Tomó la mano de su amiga y siguió por la calle. Tenía esa costumbre de las jóvenes de caminar de la mano de su acompañante sin pensar mucho en ello. Le gustaba sentir la piel friccionando las líneas de sus manos, sus falanges. La falda se movió un poco con un soplo de viento fuerte, pero no la levantó. Su amiga le contaba sobre las llamadas telefónicas del día anterior, los mensajes que le enviaban a su celular y las sonrisas escondidas de los descansos. Ella no prestaba atención, asentía a todo lo que se amiga le decía cuando un silencio de respuesta se posaba en el aire. Los hombres que venían en sentido opuesto buscaban sus ojos, los suyos y los de su compañera, ella miraba el suelo buscando una piedrecita que patear pero solo encontró una lata vacía y volantes que anunciaban prostíbulos. Inconforme, le dio un golpe con su pie al asfalto y raspó un poco las suelas, ya de por sí gastadas, de sus mocasines. Las historias no cambiaban mucho y eso le permitía caminar acompañada, ensimismada en sus ideas y en la mano que tocaba. De vez en cuando, abrazaba a su amiga y reía a carcajadas; otras veces, por no dejar a su amiga hablando sola, comentaba algo o decía que a ella también le había pasado algo así. Lo que de verdad le interesaba era sentir cómo se movían las manos de su amiga, cómo las yemas rozaban los espacios entre los dedos, cómo giraban lento y cambiaban de lugar rápidamente, la forma en la que empezaba a aparecer un sudor lúbrico de los poros que volvían las manos espesas y escurridizas.

Cuando llegaron a un cruce congestionado, pararon al lado del semáforo en rojo. Se detuvieron cuando un auto pasó cerca y les avisó del peligro de la calle con su pito. Su amiga aprovechó para subir las medias blancas que se habían deslizado hasta casi llegar al tobillo: las tomó de las esquinas y las haló hacia arriba hasta que la tela se volvió traslúcida. Los hilos se distendieron y se abrieron para dejar ver en medio del entramado, el color tostado que, seguramente, se continuaría en todo el cuerpo. Las medias, ahora más arriba de la rodilla, se apretaban tan fuerte contra los muslos que parecía que hilo y piel fueran la misma cosa. Ella miró sus zapatos y se agachó, tenía los cordones apretados, así que los soltó y los volvió a amarrar. Una a la vez, puso sus rodillas en el piso e intercambió de pies repitiendo la escena. Su cara estaba tan cerca de las piernas de su amiga que por un momento creyó sentir los olores del almidón y del betún revueltos en medio del smog. Se distrajo por la idea de los olores mezclados hasta que su amiga tocó su cabeza con suavidad, mostrándole que el semáforo ya había cambiado. Mientras ella se levantaba, la mayoría avanzó con paso rápido; y en medio de todos: su amiga. Al soltar el cordón, sintió la palma de su mano vacía. El sudor ahora era frío y necesitaba sentir de nuevo el cambio de temperatura, el imaginario olor a almidón que ya extrañaba. Caminó rápido en medio de la multitud para alcanzarla, para tomar su mano. Intentó reducir su cuerpo para poder entrar en medio de la gente que caminaba pero su exaltación la hacía ser torpe, un poco exagerada. Sus dedos buscaron una mano, su mano. Alargó el brazo, trató de llamar su atención pero ella seguía el camino oculta por el gentío. Sus dedos al fin lograron sentir el tacto, pero lo sintió áspero, la piel era casi un objeto. Asombrada por la tosquedad y la fuerza de la presión levantó la vista, y vio que de la mano se continuaba un brazo y un hombro y un cuello y un rostro que no era el de ella. Al final de esa intrincada conexión de partes, estaba la cara de un hombre. No se quedó mucho para observar el rostro, solo alcanzó a sentir un olor profundo de smog y a distinguir una sonrisa que la perturbó y la dejó paralizada un segundo. Soltó rápido la mano y sintió cómo los ojos de aquel hombre la persiguieron un tramo y bajaron hasta el movimiento pendular de su falda que subía y bajaba al ritmo de sus pasos. Al fin, al otro lado de la calle estaba ella, esperándola y sonriendo. Alargando sus brazos, recibiéndola con un abrazo cálido que la hacía sentir en casa, alejada del peligro.

Caminaron dos calles más, ya no le importaba lo que acababa de pasar, ahora estaba segura: el sudor cálido, las manos lúbricas habían regresado. Solo la boca entreabierta del hombre y esa sonrisa turbulenta se metía imprudente en medio de las sensaciones alegres de esa tarde. Al llegar al parque, se encontraron con él. Lo vio desde lejos: apoyado sobre uno de los juegos infantiles, se balanceaba con las manos en los bolsillos. Ella soltó la mano de su amiga y corrió hacia él: debía llevar mucho tiempo esperándola. Dio dos pasos cortos antes de dar un pequeño salto que la abalanzó sobre él. Lo abrazó con fuerza, pero sus brazos se encontraron con la misma sensación áspera de la tarde. Las imágenes regresaron como golpes: la sonrisa turbia, los dientes devoradores, el sudor gélido, el olor a smog. Sin dejarlo de abrazar giró sobre sí misma hasta que la pudo ver, se acercaba lento, mirándolos fundidos en el abrazo asfixiante. Por encima del hombro pudo ver el rostro de su amiga: miraba hacia el suelo, pateaba piedritas que salían despedidas hacia cualquier parte y se frotaba las manos con disgusto. Ella esperó que su amiga levantara la vista y la mirara a los ojos para tratar de imitar esa sonrisa que, ahora, estaría mezclada con olor a betún y almidón.

mayo 03, 2010

Transmigración (Kadesh)


Un hombre viejo sale de Kadesh, uno joven de Florencia. Son hermanos y aún no se conocen, caminan con paso lento hacia un destino que los espera en forma de piedra tosca e imperfecta. El joven observa, el viejo es observado. El florentino acaricia su roca, cierra los ojos, imagina al hermano que reconoce sólo a través de las palabras. Lo ve: el anciano recorre las calles con su bastón, inicia una larga caminata hacia la cima de una mole de tierra y malezas, recorre la montaña, sube ayudado por un lazarillo (crea un nombre para el ayudante: Josué). La visión cambia: su pobre hermano casi no puede caminar, en los ojos el cansancio está a punto de explotar, el sudor cae al suelo y moja por unos segundos un camino empedrado que se hace más largo. Es un viaje angustioso y duro, pero su hermano, el anciano tartamudo, continúa en su ascenso hacia un deber que Lo Invisible ha puesto sobre él...
La roca necesita ser pulida: se escucha en toda la ciudad un golpe aterrador, un pájaro sordo es el único que está en la ventana para ver el inicio: cómo el cincel entra en el mármol y le parte el corazón; después es lograr que el deseo se convierta en realidad.
Frenéticamente, los dos hermanos continúan: cincel y sandalias, arte y religión, imagen y palabra, sol, esfuerzo, sudor, cansancio... y Lo Invisible.
El caminante sigue hacia la cima; Josué se detiene; el hombre frente al mármol tiene su trabajo casi hecho: un hombre sentado, con cuernos de luz (desgracia de lo espiritual) y dos grandes losas vacías.
Llega a la cumbre, llora, mira hacia al cielo y ruega, pide a Lo Invisible que dé sus mandatos, clama al ser que nunca ha visto por un poco de ayuda, al mismo que contó designios mientras se quemaba en la eternidad de un árbol incendiado.
El escultor acerca sus ojos y ve la desesperación. Con un cincel pequeño talla los mandatos de Lo Invisible. En el preciso momento en que el buril del escultor cae sobre la piedra, aparecen grabadas unas extrañas letras en las planchas que el viejo ha llevado a la cima. Comienza a leer lentamente: I. Amarás a Dios sobre todas las cosas, II. Bendecirás las fiestas... En total eran cinco leyes en cada una de las losas. Miguel Ángel ve su obra completa y grita, Moisés acaba de leer los mandamientos y grita. El estruendo vibra a través del tiempo y las montañas mágicas, y llega a los oídos de un germano. Toma una hoja y comienza a escribir: I. Su nacimiento fue irregular...

marzo 31, 2010

Cansancio


Se recostó en la cama con intención de dormir, el repetitivo acto que todas las noches realizaba con su pareja aún la dejaba exhausta pero ya no feliz. De repente descubrió que desde un tiempo cercano a ese inevitable presente, las cosas se habían sistematizado y nada parecía igual. Con el ritual nocturno de las yemas de los dedos sobre las caderas seguido de un interminable roce en la espalda y una respiración entrecortada al oído, se abrían las puertas del deseo; de un deseo de parar, tomar un respiro y llorar en la cocina. Sin embargo, su esperanza no era compartida; debía cerrar los ojos y amarrar su garganta para sucumbir ante el otro en ese importante acto que consolidaría día a día su relación. No quería alejarse de él, así que con todas sus fuerzas y mordiéndose el labio en un gesto que tambaleaba entre el dolor y el goce, emitía uno o dos gemidos que intentaban engañar al otro, con excelentes resultados.
Generalmente meditaba tonterías mientras el hombre que la atormentaba se extasiaba en su sexo. Algunas veces perdía la idea de la cantidad de manos que tenía e imaginándose una diosa hindú tocaba con sus cien brazos y mil dedos el mismo sitio, tratando de seguir el ritmo de la respiración y los latidos de su compañero.
Al culminar la noche sentía una voz que aparecía en su oído derecho susurrándole palabras tiernas y una mano que trataba de acariciarle el cabello, entonces imaginaba a su lado a un pequeño niño con los grandes ojos de quien acaba de descubrir el color del cielo. La melancolía producida por la malvada inocencia a su costado la obligaba a girar, darle la espalda y llorar calladamente.
Quizá fue una conjura mágica o una necesidad del destino, pero esa noche el llanto no fue tan silencioso. Como un mal augurio subió por las paredes y creció abarcándolo todo. Ella trataba de esconder su avergonzado rostro mientras él lo buscaba entre las sábanas con una curiosa angustia. Las preguntas y las negaciones se dirigían a todos lados y en todo momento, así las palabras fueron acallándose sin que hubiesen logrado explicar algo. Sólo siguió el silencio. Se encendió el televisor y el lenguaje se convirtió en preciso, sólo lo necesario: perdón, por favor y una que otra fingida sonrisa de media boca.
Él se levantó para ir al baño y las miradas se cruzaron por primera vez después del llanto, eran cuatro ojos fríos con un dejo de tristeza tratando de encontrar en los otros algo que explicara esa noche, pero no pudieron hallar nada más que las fantasmagóricas sombras del sonido del refrigerador a lo lejos. Con la mirada en las pupilas recordaron todo lo bueno y lo malo, tan solo observándose pausadamente dijeron todo lo que se habían callado y cada uno en su lado de la cama durmió hasta el otro día. Al despertar parecía que nada hubiera ocurrido, las cosas seguirían igual para los dos.
Un par de horas después, ella fumaba un cigarrillo y se convencía que haría cualquier cosa para no perderlo, incluso soportar aquella rutina nocturna que tanto le pesaba; mientras él en su trabajo sólo podía pensar en que después de esa noche, tendría que esperar mucho tiempo antes de decirle lo cansado que estaba del mecánico ritual erótico que repetían una y otra vez cada noche.

marzo 03, 2010

Museo de imagenes (uno): El muro


Existe una teoría difundida –principalmente- en el mundo oriental llamada “horror vacui”. Dicha teoría considera que el hombre tiene horror al vacío. Los orientales, más adaptados al concepto de vacío, prefieren ver en sus paredes las sombras dejadas por las texturas, los cambios por el color de la tarde, las pequeñas imperfecciones que se plasman como verdaderas obras de arte. Los occidentales, poco acostumbrados a la nada -tuvimos que importar el cero de India-, llenamos esas mismas paredes con colores, pinturas, cuadros, avisos; tapando hazañas estéticas creadas por las fallas propias del género humano. Si consideramos entonces el “horror vacui” como una forma de decoración interior y exterior, la pared que se alza frente a nuestros ojos sería uno de los mejores ejemplos de la saturación visual a la que hicimos alusión hace poco.
La pared tiene cerca de dos metros y medio de altura, y de quince a veinte metros de ancho. Está construida sobre la carrera séptima a la altura de la calle cincuenta y, contrario al uso normal de las paredes, no está dividiendo un espacio público de uno privado. La pared sobresale porque está puesta al lado del andén sin función alguna; tan solo la de estar ahí. Aprovechando dicha ociosidad manifiesta –y recalcando la preocupación por la exaltación del vacío-, las personas han decidido llenar de letreros, grafitis, anuncios y manifiestos el muro gigantesco, otorgándole así a dicho objeto el, nada despreciable, oficio de publicista. En cada uno de sus rincones luchan por salir los mensajes nuevos que se confunden con los viejos. Cualquier observador desprevenido puede pararse horas frente a la pared que simula un viejo cuadro de max ernst, para formar nuevas palabras: cineumba, teacombocatiesta y asi…
Las luchas son infernales: trozos de papel arrancado, grafitis, imágenes y dibujos se funden en un solo cuerpo. Pareciera que la pared está formada por los trozos pegados y pocos imaginan que bajo toda esa masa se esconden kilos de ladrillo y cemento. El muro se alza para llenar otro espacio, para ocupar el espacio que debería estar vacío pero que insistimos en llenar con mensajes, con una marca que demuestre nuestra existencia y así no caigamos en ese horror vacui que empieza en los objetos y termina en nuestra vida.

julio 07, 2009

el sueño de Frankenstein


No solo somos lo que vemos, también lo que no podemos ver. Quienes han leído “La tempestad”, lo entienden, dice Próspero (cosa que logró entender bien Peter Greenaway) “Somos de la misma sustancia que los sueños, y nuestra breve vida culmina en un dormir.” Por cada gramo de corporeidad, nos corresponde una pequeña porción en el mundo de lo onírico. Es por eso que sentimos revivir cada vez que alguien llama para decir que ayer nos soñó, con ese viejo mantra del “eras tú, pero no eras tú”. Por eso los amigos que se encuentran lejos llaman cuando tienen pesadillas en las que aparece nuestra imagen (hace poco recibí un extraño mensaje desde Madrid), por eso nos recuerdan en algún sueño intentando revivir viejas épocas (hace poco recibí un extraño mensaje desde Texas), por eso nos ratifican que han dejado de soñar con nosotros (hace poco recibí un extraño mensaje desde Pasto), por eso soñamos con aquellos que nos sueñan (hace poco recibí un extraño sueño desde no-sé-donde). Y de todas, la más difícil es saber que alguien ya no te sueña: eso te significa la pérdida absoluta de un terreno en el mundo de los sueños, terreno que (inevitablemente) será ocupado por algún otro soñado. Y es que si somos de la misma sustancia de nuestros sueños, ¿qué somos cuando nos sueñan?: nuestro cuerpo se convierte en una especie de Frankenstein armado de trozos de colores sin razón y de historias sin lógica de algo, sin la lógica de alguien más. Perdemos algo cada vez que nos dejan de soñar, es por eso que un acto loable y de buen gusto es contar el momento en que el otro deja de ser material onírico. Decir simplemente: “Ya no sueño contigo...”, y evitarle que al otro día despierte sintiendo que algo le hace falta, sin saber bien qué es. Cuando lo cuentan, tienes tiempo de despedirte de esa parte que ya sentías tuya y que –imaginabas- nunca se iría, sueñas con ese trozo que se desprende de tu cuerpo y ves bien como esa extraña forma se aleja cada vez más, más lejos, hasta que solo puedes ver que se parece extrañamente a ti, y no la reconoces y solo sabes que está hecho de tu mismo material, tienes la oportunidad de despedirte de ti.